Hace algún tiempo, para ser más exacto a mediados del mes de Julio, legaron de visita a la capital del Distrito de El Carmen de la Frontera, Huancabamba un grupo de 30 estudiantes del último ciclo Administración de Empresas de la Universidad Nacional de Piura y tuve la oportunidad de conversar con ellos a instancias del profesor tutor de apellido Noriega que los acompañaba. Una de las recomendaciones que les di fue que auscultaran la realidad y que buscarán transformarla a peartir de los conocimientos adquiridos durante los estudios universitarios y les imploré no utilizaran el camino del facilismo para graduarse a través del "famoso" PATPRO. Lo que el autor del artículo que consigno dice es una "flagrante realidad" que cada día hunde más la capacidad real de poder mejorar nuestros niveles de conocimiento, investigación e innovación; es el auto engaño que simulamos creyéndonos maestros y doctores cuando seguimos siendo los mismos.Qué penita. Lea y difunda.
Por Jorge Rendón Vásquez
En marzo
de 2011 fui llamado por el nuevo Director del Programa de Postgrado de la
Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos para reasumir el dictado
del curso “Fundamentos Económicos y Sociales del Derecho” en el ciclo doctoral.
Tres años antes, el Decano ingresante, un antiguo y crónico dirigente
estudiantil, huérfano de todo mérito intelectual, nombró como director del
Postgrado a un inepto profesor, quien, corroído por algún viejo y aberrante
rencor, rehusó convocarme. Su inquina no se estrelló sólo conmigo. Afectó
también a otros buenos profesores. El resultado fue que en los tres años de su
desdichada gestión, el Postgrado se despobló de alumnos, decadencia de la que
que el nuevo Decano trataba de arrancarla.
Se
matricularon treinta y seis alumnos en mi curso, lo que sería un récord en
universidades de América del Norte y Europa. Con mi inveterada acuciosidad, yo
preparaba mis exposiciones, apoyándome en mi libro El derecho como norma y
como relación social, que ya va por la quinta edición, añadiéndole nuevas
evidencias y avances. Los alumnos tomaban notas y, al terminar la clase —de dos
horas consecutivas los sábados— formulaban sus preguntas en el ambiente de
cordialidad y confianza que yo auspiciaba. Su edad promedio, a ojo de buen
cubero, andaba por los cuarenta años. Todos eran jueces, fiscales, funcionarios
de la administración pública, profesores universitarios y abogados con muchos
años de experiencia profesional.
Por
instrucciones de la Administración del Programa, el examen debía ser único. Yo
suelo exigir un examen escrito con cuatro preguntas, descomponibles en cinco
conceptos, y una monografía de no menos de veinte páginas, cuyos temas
distribuyo unas semanas después del comienzo del curso. La nota final es el
promedio de ambas pruebas, la que, por la modalidad de la calificación, puede
llegar a veinte puntos si el estudiante cubre con solvencia todo el curso, y su
monografía es un comienzo promisorio de una buena investigación, o cero si nada
responde o absuelve mal las preguntas y la monografía es detestable o se ha
limitado a transcribir párrafos de diversos libros.
Cuando
los alumnos se informaron de la modalidad del examen su entusiasmo decayó.
Pero, ganados por el interés de las clases, lo olvidaron transitoriamente.
Las
semanas y los meses pasaron y llegó la fecha oficial del examen, que debía ser
a fines de julio, antes de las Fiestas Patrias. Convencí, sin embargo, a la
Administración para que el examen fuera en la segunda semana de agosto, de
manera que los alumnos dispusieran de más tiempo para estudiar y terminar la
monografía.
El
resultado del examen fue desastroso en términos estadísticos. De los treinta y
cuatro alumnos que se presentaron, dieciocho fueron desaprobados. Como sucede
en nuestro país en casos como éste cualquiera que sea el nivel de los
estudiantes, se suscita una protesta que puede tornarse violenta, a diferencia
del comportamiento de los estudiantes en los países de mayor desarrollo
industrial y académico que acatan como una ley natural y sobrenatural las decisiones
de los profesores y de la administración. Los desaprobados se congregaron en
masa en la oficina del Director y le exigieron un nuevo examen, alegando que
para eso pagaban. (Sus pensiones son relativamente altas. Con ellas se sufraga
la modesta retribución de los profesores y los egresos por administración y el
resto, que es una buena suma, va al pregrado.) El Director me llamó y muy
delicadamente me pidió que tomara a los aplazados un nuevo examen, lo que no
tuve inconveniente en admitir, puesto que soy de la opinión de que al profesor
ha de interesarle finalmente que los alumnos estudien. El resultado del nuevo
examen arrojó cuatro desaprobados. Y allí terminó este episodio educativo, que
podría ser ejemplar como diagnóstico de la marcha de la formación doctoral en
nuestro país.
Hace
muchos años observo la evolución de este postgrado y de otros de varias
universidades del Perú. Mis conclusiones son las siguientes:
1) La
mayor parte de alumnos llega muy tarde a las maestrías y doctorados, cuando el
intelecto se ha deshabituado a estudiar o a leer simplemente, en muchos casos
irreversiblemente, y la capacidad para emprender la elaboración de la tesis
carece de fuerza y ganas para arrancar. (Una tesis doctoral, y en menor grado
una de maestría, requiere concentración, organización del plan, búsqueda y
lectura de numerosos libros y documentos, fichaje, entrevistas, redacción de
los borradores, corrección de éstos y otras actividades complementarias hasta
la entrega de los ejemplares terminados.) Esa insuficiencia se agrava por la
ocupación casi total de los maestrandos y doctorandos en el ejercicio de sus
profesiones y empleos, que sólo les permite disponer de un breve tiempo
marginal con energías residuales para estudios universitarios que, por su nivel
y especialización, exigen dedicación a tiempo completo. A ello se añade la
carga de las obligaciones familiares que absorbe otra cantidad de precioso
tiempo.
2) La
mayor parte de estudiantes de los postgrados busca sólo el certificado de
estudios para elevar su puntaje en las calificaciones para el ingreso a un
empleo o para promoverse en el que tienen. No se proponen redactar la tesis o,
si la comienzan, la abandonan muy pronto.
3) La
proporción de estudiantes de maestría y doctorado que culminan la tesis y la
sostienen, objetivo de estos programas, llega a un 0.4% del total de alumnos
ingresantes, según las universidades, pero no se eleva más del 1%.
4) Las
bibliotecas de los programas de postgrado, cuando las tienen, adolecen de una
carencia espantosa de libros de las especialidades impartidas y conexas. Muchas
sólo disponen de dudosas compilaciones de normas nacionales y de los refritos
de comentarios publicados al tun tun. Pareciera que los responsables de los
postgrados se dijeran: ¿Para qué habrían de existir estas bibliotecas si no van
a ser usadas en la elaboración de tesis y los alumnos se limitan a tratar de
aprobar los exámenes sin acudir a ninguna bibliografía?
5) En
algunas universidades públicas y privadas, se reciben maestros y doctores con
tesis pedestres que serían inadmisibles en universidades de países más
adelantados y que, incluso, en el Perú, equivalen por lo general a las
desaparecidas tesis de bachillerato o menos. Esto explica la migración de algunos
doctorandos y maestrandos a universidades en las que podrían recibirse con
cualquier mamotreto.
6) Es
altamente improbable que los graduandos de maestría y doctorado dominen una o
dos lenguas extranjeras, respectivamente, como exige la Ley Universitaria.
¿Cómo han hecho, entonces, los maestros y doctores para obtener la acreditación
de esos idiomas?
7) La
exagerada autonomía universitaria permite a muchas universidades crear
programas de maestría y doctorado, e incluso de licenciatura, plagados de las
deficiencias indicadas, prevaliéndose de la inexistencia de control por parte
del Estado y de las organizaciones sociales a los que interesa cuidar la
calidad de la educación universitaria, puesto que, en definitiva, ésta tiene
como razón de ser el interés del país.
En uno
de mis viajes a Madrid, el Director del programa del doctorado de la
Universidad Autónoma me presentó a los doctorandos que preparaban la tesis.
Eran unos diez que llevaban de uno a cinco años trabajando a tiempo completo en
las investigaciones, materia de sus tesis, en el mismo postgrado. Sus edades
iban de unos veintitrés a veintiocho años. En la Universidad de París, que
conozco bien, y en las demás universidades europeas y norteamericanas la
situación de los graduandos es, en líneas generales, la misma. La seriedad de
los estudios comprensivos y de la preparación de la tesis y la dureza de la
prueba de sustentación están determinadas por una larga tradición y por la
necesidad de los respectivos países de contar con un elenco de profesionales de
un nivel compatible con su grado de desarrollo económico, social, jurídico y
cultural, y sus expectativas de progreso. En todos ellos, el requisito sine
qua non para postular a la docencia universitaria es ser titular de un
doctorado.
En esos
países, la educación universitaria es planeada y supervigilada por grandes
organizaciones constituidas por las instancias públicas y privadas concernidas.
De allí
que, sin ninguna duda, los doctores recibidos en las universidades europeas y
norteamericanas y en las principales de Argentina, México y Brasil están en un
nivel ostensiblemente superior al de los doctores de las universidades
peruanas. Y es mayor la diferencia si aquéllos salen de universidades colocadas
en un puesto más elevado del ranking internacional. Al retornar a sus
países de origen, esos graduados son integrados, de inmediato, en empleos donde
se requieren sus elevados conocimientos, ya que constituyen un valioso factor
del desarrollo económico y cultural. En nuestro país, en cambio, los aparatos
productivo, burocrático y universitario no suelen admitirlos. Prefieren a
medianías provistos de alguna recomendación y, prioritariamente, si son blancos
o blancones.
Mi
preocupación por la formación universitaria comenzó muchas décadas antes.
Obtuve un primer doctorado en Derecho en la Universidad de San Marcos, en 1966,
con una buena tesis, a juicio de muchos miembros imparciales del jurado,
compuesto por nueve profesores. Pero yo no me sentía satisfecho sólo con este
doctorado, y, gracias a una beca del Gobierno Francés, en octubre de ese año
comencé otro en la Facultad de Derecho de la Universidad de París I (Sorbona)
donde me recibí de Docteur en Sciences Sociales du Travail, y luego de Docteur
en Droit. Al retornar a San Marcos, donde enseñaba, trate de incorporar en
mi Facultad los métodos y procedimientos de enseñanza y de investigación de las
universidades europeas. No los resistieron y tuve problemas con algunos colegas
y con ciertos grupos minoritarios de alumnos, autocalificados de izquierda, que
hicieron de su oposición a mi labor su propósito de lucha central. Supe que
defendían lo que denominaban “el facilismo”. La mayor parte de alumnos, sin
embargo, comprendió mi actitud e intención, correlativas con su interés en
formarse seriamente, y se atuvo a mi método. Muchos llegaron a ser excelentes
abogados, funcionarios, jueces, fiscales y profesores de derecho.
Entre
1988 y 1994 fui Profesor en la Maestría y el Doctorado de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Paris-Nord. Mis alumnos eran franceses la mayor
parte, africanos y algunos latinoamericanos. En las evaluaciones, los primeros
se situaban largamente sobre los segundos y los terceros. Con la ayuda de las
autoridades de esa Universidad y del Gobierno Francés conseguí becas integrales,
incluidos los pasajes y una computadora por cada uno, para que doce abogados
peruanos jóvenes, recibidos ocho en la Universidad de San Marcos y cuatro en la
Católica de Lima, fueran, en diferentes años, a estudiar allí el DEA,
equivalente a la maestría peruana, que es el pre-requisito para redactar la
tesis doctoral. Se les seleccionó en rigurosos concursos de conocimientos y de
lengua francesa. Diez terminaron esos estudios, dos desertaron perdiéndose en
Francia, y sólo dos de los diez primeros llegaron a recibirse de doctores tras
ocho años haciendo la tesis. Ninguno de los que regresaron fue acogido con los
brazos abiertos en las universidades de San Marcos y la Católica. Los
profesores de éstas, temiendo su alto nivel de formación, se negaron a franquearles
el ingreso a la docencia.
Como
epílogo de este comento, ustedes se preguntarán ¿qué sucedió luego en el
Postgrado en Derecho de San Marcos? Finalmente, triunfaron los alumnos, y sus
Autoridades no volvieron a llamarme. Era obvio que esa regla general de nuestro
país no podía dejar de cumplirse.